Él es rápido, piensa en imágenes claras;
yo soy lento, pienso en imágenes rotas.

Él se vuelve obtuso, confía en sus imágenes claras;
yo me vuelvo agudo, desconfío de mis imágenes rotas.

Confiando en sus imágenes, él da por hecho su acierto;
desconfiando de mis imágenes, yo dudo de su acierto.

Dando por hecho su acierto, él da por hecho el hecho;
dudando de mi acierto, yo dudo del hecho.

Cuando el hecho le falla, él duda de sus sentidos;
cuando el hecho me falla, yo apruebo mis sentidos.

Él continúa rápido y obtuso en sus imágenes claras;
yo continúo lento y agudo en mis imágenes rotas.

Él en una nueva confusión de su entendimiento;
yo en un nuevo entendimiento de mi confusión.

Robert Graves
En imágenes rotas
de Cien poemas, 1981

viernes, 24 de septiembre de 2021

Ubicuo

         Los aloes del patio han florecido de golpe y convocan todas las mañanas a un picaflor diminuto, metálico y zumbón. A intervalos regulares, un chirrido inconfundible anuncia su llegada. Ingrávido, revisa meticulosamente cada flor en busca de néctar, en aparente desafío a las leyes de la física. Celoso de su territorio, ahuyenta a los competidores con una ferocidad implacable, blandiendo su pico como espada. Mientras trabajo en la computadora observo su vuelo preciso, milimétrico, por la ventana. De pronto, como obedeciendo un impulso irresistible, abandona sus faenas y queda suspendido en el aire, mirándome. Mis ojos se encuentran con los suyos y todo vuelve a suceder: ya no soy el que está mirando, es un animal fascinado, salvaje y elemental, los músculos tensos, el oído atento a las anomalías del aire, el despliegue de las antiguas herramientas de supervivencia.

Esto me ha ocurrido muchas veces. Hace veinte mil años me pasó en un bosque de encinas de lo que algún día sería Francia o quizás España, al acecho de un bisonte que luego invoqué en las paredes de una cueva caliza. También sucedió tres millones de años atrás, en el norte de África, mientras vigilaba el paso de un tigre dientes de sable desde las ramas seguras de una acacia. Mi mano sostenía una piedra filosa, por si acaso. Veinte millones de años antes, calculé con precisión la distancia que me separaba de esa copa cargada de frutas y salté, equilibrando mi vuelo con la cola. La manada entera estalló entre gritos de alegría y aprobación, y me siguió. Hace cincuenta y cinco millones de años deambulé por un mundo frío y oscuro que –entonces no lo sabía- había cambiado para siempre. Las huellas de mis patas quedaron impresas en la ceniza áspera de la tierra impactada, los helechos arbóreos marchitándose alrededor.  Para entonces, habían pasado doscientos cincuenta millones de años desde que vi por última vez a mis hijos emergiendo de los huevos que ayudé a incubar. No recuerdo si en ese tiempo tenía pelos o escamas.

Puedo regresar de aquella encrucijada paleozoica por otro camino, todos están conectados, los he recorrido a todos. Veo separarse a Pangea para siempre. En las sabanas tropicales de Laurasia persigo saurópodos a toda velocidad, las fauces abiertas, el suelo vibrando bajo mis pisadas ciclópeas. En un amanecer del Cretácico acicalo mis plumas con mi pico dentado, atento al vuelo de las libélulas. En la cordillera volcánica de una América incipiente, a orillas de un océano que ya abarcaba la mitad del mundo, construyo mi primer nido de musgo y telas de araña. Después viajo durante milenios hasta estas montañas insulares que emergen de la llanura y descubro el sabor de flores nuevas. Me hago cada vez más pequeño, más frugal, más preciso. Ahora visito estas plantas espinosas y suculentas que florecen todos los años junto a la casita de ventanas azules, a orillas del río. De pronto, obedeciendo un impulso irresistible, abandono mis faenas y echo un vistazo al interior. Y todo vuelve a suceder: allí está mirándome de nuevo ese animal fascinado, salvaje y elemental, igual que siempre, igual que yo.

miércoles, 7 de octubre de 2020

Mensajes de antes del WhatsApp

 

Querido tío Juan:

Raúl empieza a viajar con el camión una vez por semana a Córdoba y se ofreció como mensajero. ¿Cómo están sus cosas por la ciudad? Aquí no se imagina lo lindo que está el maíz con tanta lluvia. Dicen que hace como quince años que no llovía así, para la época en que usted se fue para allá. Si hasta don Ayala, el del campo vecino suyo ¿se acuerda?, está queriendo arar la chacra antes de que se le pase el tiempo. ¡Viejo sinvergüenza! Tenía el arado de mancera oxidado de tanto que no lo usaba. Ojalá que no venga piedra ni nada que arruine la cosecha. Dice Tomás si no le puede mandar esa revista de motos de la vez pasada, que aquí en el pueblo no la consigue.

Esperamos noticias suyas. Un gran abrazo

Pepe

 

Querido Pepe:

Me alegra que Raúl nos haga la gauchada de llevar y traer mensajes. ¿Así que Ayala se decidió a trabajar después de viejo? ¡Qué lo parió, las cosas que logra una buena lluvia! Aquí todo está tranquilo, la gente un poco molesta con tanta agua, vos viste como son en la ciudad. Estoy trabajando en una obra grande, tengo como para cuatro meses antes de terminarla. A lo mejor, con lo que saquemos este año en la cosecha, me alcanza para cambiar la camioneta, porque esta ya no da más. Avisame si necesitás que te mande algún repuesto para el tractor antes de que se venga la cosecha, que encontré una casa que los vende muy baratos. Teneme al tanto de todo.

Saludos

Juan

 

Querido tío Juan:

Le escribo para que vea si me puede mandar un rodamiento para la rastra de discos, que se atascó el otro día. Resulta que don Ayala me pidió la gauchada de pasársela por el campo antes de sembrar y ahí fue que se trabó. Se da cuenta cual es ¿no? A todo esto, mientras estábamos haciendo el trabajo, desenterramos un hueso grande, al borde de la aguada del algarrobo. De vaca seguro que no es. Se lo llevó Tomás (dice que gracias por la revista) para mostrarlo en el colegio. Después le cuento.

Nos vemos

Pepe

 

Querido Pepe:

¡Puta que había sido atolondrado el viejo Ayala! Como si no supiera que nadie ha trabajado nunca hasta los bordes del tajamar. Decile que siembre rápido, porque si no el maíz no va alcanzar a madurar. Aquí van los repuestos y otra revista para Tomás.

Nos vemos

Juan

 

Querido tío Juan:

No sabe el revuelo que hay en el pueblo. Tomás le mostró a la maestra el hueso ese que le conté y la maestra, que es de Córdoba, lo llevó al agente Duarte, el nieto de don José. El hombre fue con la pala a inspeccionar el sitio y encontró un montón de huesos: brazos, dedos, costillas, un esqueleto completo, con cráneo y todo. Dice Duarte que no es de la época de los indios, que parece más fresquito. Ya mandó el paquete a Córdoba para que lo revisen los entendidos. Si quiere le cuento cuando vuelvan los resultados.

Saludos

Pepe

 

Querido tío:

Como no recibí respuesta de mi última carta, lo pongo al tanto de las novedades. Los forenses de Córdoba mandaron a decir que el esqueleto es de una mujer de unos cuarenta años, que puede llevar enterrada como quince. ¿Usted no se acuerda antes de irse a Córdoba si hubo alguna desaparecida? Yo era chico, pero creo que debe ser para la época en que se murió la tía. Usted mismo me contó cómo se la llevó la creciente de ese año, que fue muy lluvioso, como este. Nunca encontraron el cuerpo ¿no? Me dijo el agente Duarte que en una de esas se hace una escapada a Córdoba para hablar con usted, que a lo mejor le puede dar alguna pista. El maíz sigue lindo. Don Ayala ya sembró, y no sabe lo bien que le está creciendo junto al tajamar. Debe ser porque es tierra que nunca se trabajó.

Saludos

Pepe

Miedo

 

Lo de don Alejo con la plata no es de ahora, siempre fue desconfiado con el dinero. Le tenía una especie de miedo supersticioso, dicen que heredado de su madre india, pero a mí me contó las verdaderas razones.

De joven bajaba al pueblo los sábados, las alforjas de su mula oscura llenas con cueros de zorro y algún quesillo, para venderlos en el almacén del gallego Ibáñez. A veces hacía trueque por yerba y un poco de tabaco y grapa. Nunca trabajó asalariado, pero una vuelta salió un arreo grande desde la estancia del Salto hacia la hacienda de Pinas y el capataz le preguntó si quería sumarse a la peonada. Don Alejo calculó que la plata le vendría bien para comprar una escopeta, que le andaba haciendo falta.

La travesía duró unos treinta días y al regreso don Alejo pasó por la oficina y recibió el pago. De vuelta al rancho – vivía en una chacra cerca de Luyaba – guardó los billetes mugrientos en una cueva de vizcachas que usaba a modo de caja fuerte.

El sábado a la tarde, bien peinado y con ropa limpia, metió la mano en la cueva y en vez de plata sacó una víbora de coral prendida del índice. Don Alejo agarró el hacha, apoyó el dedo en un tronco y cortó. Después fue hasta el fogón y metió el muñón ensangrentado entre las brasas. Regresó a la madriguera, sacó el dinero, subió a su mula y partió al pueblo. Eso me dijo. Desde entonces está seguro de que la plata es cosa del diablo. Y si no me cree mi amigo, en el rancho de don Alejo todavía está colgada la serpiente, hecha charqui, junto a la tranquera. Fíjese bien cuando vaya; verá que eso que asoma de la boca es demasiado grueso para ser la lengua.

martes, 29 de septiembre de 2020

Escalas

Supongo que alguna vez ha utilizado Google Earth, presidente Fernández. Usted sabe, la aplicación que permite ver la imagen satelital de cualquier lugar de la Tierra. Usted entra y en la pantalla aparece una imagen del planeta, hace zoom al lugar que le interesa y puede ver los accidentes de su geografía, cobertura vegetal, caminos, fronteras...

Abajo a la derecha de la pantalla hay un número que le dice desde que altitud está tomada la imagen. Para ver la Argentina entera, por ejemplo, hay que elevarse a 5130 km por encima de la superficie. Desde esas lejanías, pocas cosas pueden distinguirse con precisión: las Salinas Grandes, la Mar Chiquita, los esteros del Iberá, la cordillera... Si quiere ver a una escala que realmente valga la pena, donde pasan cosas, la escala humana, hay que descender. Mucho.

Acompáñeme presidente Fernández, haciendo zoom sobre un paraje de las sierras cordobesas, hasta verlo desde apenas unas decenas de metros. En ese paraje, cuya localidad exacta no será motivo de este escrito, un amigo inició hace más de 25 años un emprendimiento privado. Si, es ese complejo de instalaciones prolijas que puede ver en la imagen. Amante de la naturaleza y entusiasta del trekking, mi amigo montó un albergue de campamento para recibir contingentes estudiantiles. La calidad del servicio y las bondades del lugar -una quebrada fresca a orillas del arroyo, tapizada de sauces, molles y piquillines- le fueron dando merecida fama. El negocio fue creciendo, mi amigo no dejó nunca de invertir en más infraestructura, y el sitio se transformó con el tiempo en una referencia obligada del rubro, un lugar al que sólo se accedía solicitando reservas con un año de antelación. El emprendimiento permitió a mi amigo generar prosperidad para él y su familia. Ninguna de las crisis recurrentes de Argentina logró afectar el crecimiento de su negocio. Hasta ahora.

En marzo de 2020 usted presidente Fernández, mirando al país desde 5130 km de altitud, tomó una serie de decisiones que desencadenaron, literalmente, la extinción del negocio de mi amigo. Interrumpido el transporte, detenidas las actividades escolares, aterrada la gente por la plaga mortal que está siempre a punto de acumular muertos en las veredas, su única y genuina fuente de ingresos no puede funcionar, y ve con desesperación como se agotan sus ahorros y su proyecto de toda la vida. De él y de sus hijos.

Volvamos a la altura de sus decisiones. Si, a los 5130 km. Ahora le propongo este ejercicio: trate de hacer zoom, simultáneamente, al lugar, a la vida de cada una de las 45 millones de personas que habitan el territorio. No puede, ¿no? No insista, porque nadie puede.

Presidente Fernández, la vida de las personas sucede en los detalles del mundo, allí donde nadie, excepto las propias personas, pueden saber lo que está pasando. Usted cree que sobrevolando el país a 5130 km de altitud cuenta con toda la información relevante para tomar decisiones que nos afectan, pero eso es una ilusión, un espejismo cognitivo. Tampoco la tienen los gobernadores, ni siquiera los intendentes. Sólo las personas, en el ejercicio de su libertad, saben lo que es mejor para ellas mismas, aún a riesgo de equivocarse.

En lugar de cumplir con su trabajo de velar por los derechos y libertades que consagra la Constitución y responder a las exigencias sanitarias con sentido común, confianza en la ciudadanía y ciencia (dije ciencia, no “comunidad científica”), usted eligió jugar al aprendiz de brujo, como suele suceder con las mentes que no entienden de complejidades, desbaratando la vida de quién sabe cuántos argentinos como mi amigo.

En su fatal arrogancia presidente Fernández, usted no es muy diferente de sus predecesores. Todos creen que controlan lo incontrolable, la vasta red de interacciones voluntarias e inteligencia diseminada que da vida a una sociedad de personas libres. Creen que los gobiernos tienen que hacer cosas, cuando de lo que se trata es de dejar hacer. Y de velar por que todos cumplan las reglas. Donde los gobernantes comprenden estos sencillos principios, la gente tiene espacio para desarrollar sus proyectos y acaso ser feliz, a pesar de las enfermedades y de la inevitable muerte. Donde no, poco a poco se instalan el resentimiento y la miseria.

Si no me cree presidente Fernández, aproveche las maravillas de internet y revise el mundo con Google Earth. Eso sí: no se olvide de mirar a la escala apropiada. Y allí podrá comprobar, nunca más cierta la expresión, qué gobernantes estuvieron -y están- a la altura de las circunstancias.

martes, 10 de noviembre de 2015

Historias de vida

Desde chiquito Fermín fue lo que, a falta de una palabra mejor, se describe como un naturalista. Disfrutaba de observar plantas y animales, de fotografiarlos, de estudiarlos en busca de comprender sus propiedades, desentrañar su funcionamiento, indagar sobre su origen. Se distraía todo el tiempo con los espectáculos de la naturaleza, le despertaban una excitación y un placer difíciles de describir y de entender para quien no lo siente.

También desde chiquito se dio cuenta -a veces dolorosamente- que no todos eran como él. Cuando en la escuela comentaba sobre su colección de escarabajos, sus compañeritos lo miraban con una mezcla de incomprensión y desconfiada hostilidad. Ni hablar de cuando iban a su casa y les mostraba las culebras que mantenía sueltas en el patio.

Sólo dejó de ser “el loco de los bichos” cuando creció y fue a la universidad. Allí se encontró con gente que compartía sus gustos y sintió, por primera vez, la calidez reconfortante de la pertenencia. Para entonces, el mundo empezaba a valorar e incluso a respetar a personas como él, un nuevo tipo de “buena gente” preocupada por la conservación de esos ambientes naturales que él tanto amaba. Era parte de algo trascendente; sus gustos y motivaciones personales estaban en sintonía con una causa noble e indispensable para la salvación de la humanidad.

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Desde chiquita Lucía acompañaba a su papá a recorrer el campo familiar, atenta al crecimiento de los maizales y las pariciones de las vacas. En la huerta de la casa tenía su propia parcela de rabanitos y achicorias, que vendía al verdulero de la esquina sin concesiones en el precio. Se solidarizaba con sus vecinos en la eterna lucha contra las orugas, chinches y malezas que amenazaban todos los días con arruinar el arduo trabajo de producir. Sabía que el sustento de los suyos dependía de ganar esa batalla.

También desde chiquita notó que no todos eran como ella. Sus compañeritos de escuela no se preocupaban por las vicisitudes del clima o por el precio del trigo. Sus papás trabajaban como empleados en la municipalidad, en el correo, en el banco o en las escuelas, y cobraban todos los meses y puntualmente un sueldo que les permitía vivir sin demasiados inconvenientes.

Cuando creció, se hizo cargo paulatinamente de la empresa familiar. Se casó con un chico del pueblo, también hijo de productores. Juntos se animaron a invertir en nuevas tecnologías que estaban revolucionando la agricultura en el mundo, herramientas que multiplicaron la productividad de sus tierras e hicieron su vida más previsible, parecida a la de la “gente normal”. Hasta se dio el lujo de salir de vacaciones cada tanto, algo que sus padres ni siquiera soñaron.

El campo de Lucía alguna vez estuvo cubierto en su totalidad por bosques. Cuando los abuelos lo adquirieron, realizaron tareas de desmonte para habilitar los terrenos para cultivar. Un tercio de la superficie permaneció desde entonces sin muchos cambios. Su padre nunca desmontó ese sector porque le gustaba, de vez en cuando, salir a cazar una corzuela o un chancho del monte.

Pero Lucía quiere expandir sus ingresos. Tiene un hijo que ya termina la secundaria y le gustaría que estudie agronomía en la ciudad. Necesitará pagar una pensión o un alquiler, transporte, comida… Ha pensado seriamente que quizás debería incrementar la superficie del campo dedicada al cultivo.

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Cuando Fermín fue el fin de semana a su habitual paseo por el bosque de Lucía -a quien no conoce ni pidió nunca permiso para visitar la propiedad- se encontró con una sorpresa desagradable: topadoras y rolos estaban arrasando los árboles indefensos. Desesperado y furioso, interpeló a los maquinistas, que lo miraron sin demasiado interés. Luego puso en funcionamiento un plan que ya tenía previsto: en poco tiempo acudieron decenas de personas, convocadas a través de celulares y redes sociales, y juntos formaron una pared humana que impidió el avance de las máquinas.

Cuando Lucía, alertada por los maquinistas, apareció en el lugar, desesperada y furiosa, interpeló al grupo liderado por Fermín. Fermín le contó que ese bosque albergaba muchísimas especies de organismos muy poco estudiados. Didáctico, pasó luego a explicarle que el bosque es  indispensable para proveer de agua y otros servicios ambientales a la población de las ciudades aledañas. También le recordó que, en el pasado remoto, fue el territorio de pobladores precolombinos que lo reverenciaban y cuidaban, y que sus descendientes aún luchaban por recuperarlo. Sea como fuere, no permitirían que barrieran ese bosque de un plumazo.

Lucía trató de explicarle a Fermín que ninguna de las especies que habitaban ese monte –que ella conocía a la perfección- escaseaba o corría peligro de desaparecer, porque eran muy comunes y podían encontrarse en buena parte de los ambientes aledaños. Tampoco le parecía muy sensato sostener que esos bosques podían proveer de agua a pueblos que estaban río arriba de su campo. Además, ese campo pertenecía a su familia desde hacía tres generaciones, siempre habían vivido de él, lo cuidaba y reverenciaba como la que más. Y por más que le diera vueltas, no veía otra forma de incrementar sus ingresos que aumentando su producción, para lo cual tenía que sacrificar parte del bosque.

Fermín le indicó claramente a Lucia que su postura era egoísta y poco solidaria, ya que sólo pensaba en su beneficio personal. Lucía le replicó que nadie sino ella se iba a ocupar de resolver sus propios problemas, y que ellos no tenían derecho a decidir por ella al respecto. Fermín contraatacó con el texto de una ley reciente que exige, para este tipo de acciones, una larga serie de requisitos que con certeza ella no había cumplido. Lucía le mostró la larga serie de solicitudes sin respuesta que desde hacía meses presentaba a las autoridades. 

Mientras tanto, Los movileros de los medios locales, también convocados por Fermín, acercaban sus micrófonos y cámaras a una activista que lloraba desconsolada junto a un espinillo derribado, y abundaban en melancólicos comentarios sobre la incomprensible pulsión autodestructiva de la humanidad. Y el jefe de los maquinistas le advertía a Lucía que ellos las horas que estaban quietos las cobraban igual.

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¿Cómo se resuelve este conflicto? Podríamos conjeturar varias posibilidades.

Somos muchos los que, como Fermín, amamos y disfrutamos los ambientes salvajes. Pero se trata de gustos personales, y como tales no deberían ser financiados por la sociedad en su conjunto. Esas personas estaríamos dispuestas a invertir parte de nuestros ingresos en la compra y mantenimiento de áreas destinadas a la conservación, que podrían sustentarse económicamente con más donaciones y con el cobro de entradas y servicios de interpretación ambiental. Por supuesto, no se trata de algo sencillo. Pero Ongs ambientalistas administran ese tipo de reservas privadas con mucho éxito en otros países, y hay ejemplos locales incipientes pero prometedores. En otras palabras, podríamos comprarle el bosque a Lucía y todos saldríamos ganando con la transacción.

También se podría argumentar que existen sólidas evidencias para sostener que el bosque de Lucía es indispensable como proveedor de servicios ambientales y reserva de biodiversidad, y que su pérdida traería aparejados problemas de difícil y costosa solución. En ese caso, deberíamos hacernos cargo como sociedad de su mantenimiento. Podríamos, por ejemplo, pagar a Lucía por esos servicios que tanto necesitamos, así como pagamos por otros servicios igualmente esenciales. Aquí también todos salimos ganando.

Otros podrían sugerir que el manejo de esos servicios es responsabilidad del estado, que debería entonces expropiar y administrar los montes de Lucía y otros similares. Por supuesto, nos costaría mucho dinero proveniente de nuestros impuestos, que el gobierno debería dejar de invertir en otras cosas que también necesitamos, como justicia, educación, salud y seguridad. Y no está muy claro en este caso si todos salimos ganando, ya que el estado no ha demostrado por estas latitudes grandes destrezas en la gestión de ambientes naturales, ni estamos seguros que Lucía será compensada con el valor de mercado de su propiedad.

Quizás, si discutiéramos estas cuestiones con franqueza, exigiendo a los representantes que elegimos con nuestro voto su tratamiento en los concejos deliberantes y legislaturas, basados en la evidencia y respetando los derechos individuales, podríamos negociar y decidir qué parte del territorio destinaremos como reserva de diversidad, espacio de investigación y recreación, protección de cuencas y provisión de otros servicios ambientales, y cómo financiamos su mantenimiento y eventual restauración.

Pero por ahora parece haber una única opción. Haciendo gala de una escandalosa hipocresía, queremos que Lucía cargue con todos los costos de la conservación de sus bosques, y la declaramos culpable de egoísmo y ambición desmedida si aspira a mejorar la condición económica de los suyos, mediante el uso honesto y legítimo de sus pertenencias. Trágicamente, ese es el enfoque actual de casi todos los esfuerzos de conservación que se promueven en Córdoba, enfoque que, además de injusto, resulta ineficaz: los mejores bosques de Córdoba han desaparecido mientras el ambientalismo se concentraba en adjudicar a los productores la responsabilidad por la pérdida de los ambientes naturales y los sucesivos gobiernos miraban para otro lado, tratando de no quedar involucrados en la discusión.


Si realmente nos interesan los bosques cordobeses, deberíamos tomarnos en serio el reto de ensayar otras opciones, más difíciles y menos mediáticas, pero probablemente más efectivas. No tenemos que inventar nada: en el mundo sobran los ejemplos de políticas de conservación que funcionan. Si alguna vez somos capaces de establecer un sistema de áreas protegidas basado tanto en nuestra mejor ciencia como en el respeto por los derechos, los bosques tendrán mucho, mucho tiempo para florecer. Después de todo, y a pesar de tantos desaciertos, resisten a la espera de nuestra sensatez.

lunes, 11 de mayo de 2015

Hablar sin miedo

Los que estuvimos el viernes ocho de mayo en la Sala de las Américas de la Universidad Nacional de Córdoba sentimos en carne propia el inaudito poder que ha alcanzado la intolerancia en nuestra comunidad.

Más de un centenar de personas, convocadas por la conferencia del científico español J. M. Mulet sobre biotecnología y cultivos, fueron agredidas y virtualmente echadas del auditorio por un puñado de fanáticos. Minutos antes, los organizadores del evento -entre los que se encontraba la propia Universidad- anunciaron que el disertante no se presentaría en la sala, debido a las amenazas contra su propia vida recibidas a lo largo de la semana. Para desgracia de los patoteros, nadie en el público reaccionó con la vehemencia suficiente como para desencadenar, además, las violencia física que sin duda anhelaban.

Lo sucedido el viernes demuestra que los ciudadanos no tenemos defensa alguna contra estos grupos de choque, y que vivimos en un patético simulacro de sociedad libre. Las fuerzas de la ley no pueden garantizar la libre expresión. Los policías presentes en el lugar no expulsaron a los violentos, transformándose en sus garantes. Los que queríamos manifestar nuestro pensamiento tuvimos que volvernos a casa; los “manifestantes” festejaron con risotadas el éxito de su censura. Perverso y triste.

Hace tiempo que los ciudadanos de Córdoba somos rehenes de estos fundamentalistas. Su único argumento es el grito sobreactuado, sus únicos recursos la amenaza extorsiva y la acusación sin fundamentos. Pero esta gente es la punta de un iceberg que hay que empezar a revelar de una vez por todas, sin eufemismos.

Su base profunda son los círculos intelectuales y académicos que insisten en demonizar a los cultivos genéticamente modificados y a la tecnología química aplicada a la agricultura, a pesar de la evidencia abrumadora a su favor. Durante años han sembrado el temor y la desconfianza en la sociedad hacia la ciencia, hacia los productores y hacia la industria. Esta cosecha les pertenece. No deja de ser una ironía que el estado nacional les pague su tiempo con los impuestos y retenciones que aportan los perversos productores que tanto detestan.

Sigue con medios y periodistas ávidos de noticias de impacto emocional, que por ignorancia o mera desidia intelectual no se toman el trabajo de estudiar en profundidad los temas, verificar la validez de la información y cumplir con la verdadera y ya casi olvidada misión de los medios de comunicación: proveer de información confiable.

Continúa con políticos que se han subido a la “lucha” ambientalista para captar votos, en algún caso, o para rejuvenecer pintado de verde -en una maniobra digna del propio Gramsci- el discurso anacrónico de la lucha de clases.

Y por supuesto, culmina con organizaciones “ambientalistas”, que han hecho de la explotación del miedo y otras miserias humanas un excelente y lucrativo negocio.


Anoche fui a la charla con mi hijo de 18 años. Caminamos juntos de regreso, en silencio, y pensaba que esto no hubiera sucedido hace 30 años, cuando yo tenía su edad y festejaba ilusionado el retorno de la democracia. ¿Cómo pudimos llegar a esto? No fuimos capaces de defender la libertad y el respeto por la ley con la energía necesaria, y hoy somos testigos impotentes de la decadencia económica, institucional, intelectual y ética que inunda Argentina. Al final, me hizo un comentario: “¿Cómo querés que me quede en este país?”. No tuve nada para contestarle.

jueves, 22 de agosto de 2013

Los enfoques del ecologismo

Dos griegos están conversando: Sócrates acaso y Parménides.
Conviene que no sepamos nunca sus nombres; la historia, así, será más misteriosa y más tranquila.
El tema del diálogo es abstracto. Aluden a veces a mitos, de los que ambos descreen.
Las razones que alegan pueden abundar en falacias y no dan con un fin.
No polemizan. Y no quieren persuadir ni ser persuadidos, no piensan en ganar o en perder.
Están de acuerdo en una sola cosa; saben que la discusión es el no imposible camino para llegar a la verdad.
Libres del mito y la metáfora, piensan o tratan de pensar.
No sabremos nunca sus nombres.
Esta conversación de dos desconocidos en un lugar de Grecia es el hecho capital de la Historia.
Han olvidado la plegaría y la magia.

Jorge Luis Borges. El Principio. (Atlas, 1984)


  ¿Se acuerdan de BOTNIA? Durante años, un grupo muy combativo de vecinos de la ciudad entrerriana de Gualeguaychú, con la complicidad del gobierno provincial y de las autoridades federales argentinas, interrumpió por completo el tránsito en el puente internacional sobre el río Uruguay que une esa ciudad con Fray Bentos, presionando al gobierno uruguayo para que impidiera la instalación de una fábrica de pasta de celulosa. La gravedad del conflicto generó serios problemas económicos, sociales y diplomáticos en ambos países y derivó en la intervención de la Corte Internacional de Justicia, a instancias de Argentina. La Haya finalmente emitió un dictamen favorable a Uruguay y la pastera se instaló y comenzó a operar. 

  Hoy, luego de años de funcionamiento, ninguna, absolutamente ninguna de las catástrofes ambientales vaticinadas por los manifestantes y su extenso coro de asesores sucedió. Gualeguaychú no respira gases nauseabundos, el río Uruguay no sufrió mortandades masivas de peces ni cambios en su biodiversidad y el horrendo espectáculo de las chimeneas humeantes no redujo la afluencia de turistas a las playas o a los tradicionales carnavales. Otra cosa que no sucedió fue ver a alguno de los dirigentes de aquella intervención admitir públicamente que se equivocaron en su evaluación de los riesgos ambientales del emprendimiento, o que se disculpara por los perjuicios que sufrieron miles de vecinos de ambos países. Es además poco probable, me temo, que la mayor parte de las personas que en su momento aprobaron los reclamos se hayan molestado en seguir el tema lo suficiente como para verificar que los desastres vaticinados se hicieran realidad.
  
 ¿Por qué los augurios ambientales dramáticos e irreversibles pronosticados por el ambientalismo nunca se cumplen? Porque parten de una premisa falsa: que conocemos con precisión el funcionamiento de los sistemas ecológicos y estamos en condiciones de predecir su comportamiento. Lo cierto es que las ciencias ambientales están muy lejos de semejante hazaña. Apenas comenzamos a comprender el funcionamiento de los ecosistemas. Se trata sin duda de una de las fronteras de la ciencia, un campo de estudio comparable en sus desafíos a las neurociencias o a la cosmología. Y es natural que así sea: un ecosistema es enormemente más complicado (la palabra elegante es “complejo”) que hasta la más sofisticada máquina construida por nosotros. La mayoría de las veces desconocemos qué variables son relevantes y cuáles no a la hora de establecer causas y efectos en la intrincada red de procesos que caracteriza a los ecosistemas o a la biósfera en su conjunto. Y, como resulta inherente al funcionamiento de los sistemas complejos, muy a menudo se producen consecuencias inesperadas a partir de modificaciones concebidas para “mejorar” situaciones ambientales. Me gustaría detenerme en este punto con un ejemplo local.

  Hace unos 15 años, las quebradas de los arroyos Los Hornillos y Los Cóndores, en la Reserva La Quebrada, sufrían de un intenso pastoreo vacuno. Esta situación disgustaba a las entonces más activas autoridades de la Reserva, que veían en las vacas un factor de erosión y contaminación de los arroyos. Se logró en esos años disponer un sistema de alambrados que impidió el acceso del ganado a la quebrada de Los Cóndores, mientras que Los Hornillos continuó sin modificaciones. Los guardaparques nunca imaginaron entonces que estaban dando inicio a un curioso e involuntario experimento, que continúa hasta el presente. La quebrada de los Hornillos se ve hoy más o menos igual que en los años 90. Pero la quebrada de los Cóndores experimentó un cambio dramático: quedó cubierta por un denso y oscuro bosque de siempreverdes, arces y otros árboles invasores. Es muy probable que este nuevo escenario explique en parte la desaparición de las águilas escudadas que anidaban en grandes grupos en la quebrada, así como otros cambios que ni siquiera hemos notado. A nadie se le ocurrió pensar que las vacas, además de erosionar y contaminar, controlaban con el pastoreo el crecimiento de especies indeseables. Y desde luego, no tenemos ni la más remota idea de cómo puede evolucionar este sistema en, digamos, 50 o 100 años.
  
  Nuestra relativa ignorancia acerca de estas cuestiones debería hacernos muy cautos y meticulosos a la hora de opinar sobre las consecuencias ambientales de tal o cual emprendimiento. Pero la mayor parte del ecologismo actúa con un menú de respuestas estandarizadas ante problemas que sólo se parecen en forma genérica. La energía nuclear es mala, no importa con qué tecnología o a que escala; la humanidad es la responsable directa del calentamiento global, aunque es evidente que nuestro magro conocimiento del clima no nos permite siquiera pronosticar el tiempo con mas de 24 hs. de antelación; los emprendimientos inmobiliarios son siempre el producto de especuladores inescrupulosos y no tienen nada que ver con la demanda de viviendas. Hay en todo esto un tinte de indignación moralista que impide cualquier posibilidad de discutir con sensatez, sentido común y ánimo de alcanzar una mejor comprensión de los problemas.


    
  Me apena y me avergüenza decirlo, pero no hay ningún indicio de que este modus operandi de la mayor parte del ambientalismo argentino cambie en el corto plazo. A pesar de que las profecías catastróficas no se cumplen, los pronósticos de crisis inminentes e irreversibles se reinventan constantemente, en una atmósfera de urgencia dramática que no admite discusión, dudas ni disidencias. En este contexto, cuestionar las certezas del canon ambiental equivale a recibir una condena moral o peor aún: ser sospechado de cómplice de perversos intereses ocultos en las sombras. Pero somos muchos los que, lejos del escepticismo ambiental, creemos necesario ocuparnos con otro enfoque de los riesgos reales e indiscutibles que genera nuestra actual gestión de los ecosistemas de la Tierra. El papel de un ecologismo activo debería ser el de alertar con responsabilidad sobre los riesgos ambientales de las actividades humanas y contribuir a la negociación de compromisos razonables (¡y controlables!), en el marco de las leyes vigentes, con empresas y personas que son tan importantes para nuestro bienestar como los ambientes saludables.